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Construir puentes entre el cerebro y los objetos es un desafío que viene de lejos. En realidad, es un anhelo que en 1914 se bautizó con el nombre de telequinesis y nada tenía que ver con la ciencia. Era esa hipotética capacidad de mover objetos con la mente cuya veracidad nunca se pudo demostrar. Pero como dijo el divulgador científico británico Arthur C. Clarck, “a veces la magia es ciencia que todavía no entendemos”.
Las primeras pruebas experimentales sobre el tema las llevó a cabo el parapsicólogo JB Rhine en 1934, pero fue durante la guerra fría cuando más se avanzó en las investigaciones gracias a los trabajos desarrollados en los 80 por científicos de la Academia Nacional de Ciencia, Ingeniería y Medicina de Estados Unidos. Sin embargo, las conclusiones fueron las mismas: no hay una energía mental capaz de desafiar las leyes físicas hasta el punto de alterar o mover la materia. Por tanto, quedaban descartadas aplicaciones prácticas que ahora se han alcanzado, como la de interactuar con los dispositivos conectados en un hogar inteligente.
Pero es que en todas aquellas investigaciones faltaba un elemento imprescindible que ahora sí tenemos: las interfaces cerebro-ordenador. En esencia, son herramientas capaces de registrar la actividad neuronal de una persona, convertir los impulsos nerviosos en señales eléctricas y enviarlas a una máquina después de codificarlas en lenguaje digital. La “magia” surge cuando esa información se utiliza de manera activa para enviar órdenes, por ejemplo, a un electrodoméstico. El proceso de aprendizaje para que esas órdenes sean comprensibles es similar al de cualquier otra actividad motora que desarrollamos, como aprender a andar o montar en bicicleta.
Uno de los casos de éxito más conocidos fue el de una mujer tetrapléjica que pudo mover un brazo robótico con la mente gracias a un experimento de la Universidad de Pittsburgh. Desde ese hito conseguido en 2012 hasta hoy, se ha evolucionado mucho. La empresa Neuralink, fundada en julio de 2016 por el magnate sudafricano Elon Musk, ha sido de las que más han contribuido a estos avances. Sin embargo, hasta ahora los investigadores siempre se habían topado con un problema recurrente, y es que los interfaces cerebro-ordenador que mejor funcionaban eran los implantados quirúrgicamente bajo la piel del cuero cabelludo o incluso en el propio cerebro, como los de Neuralink. Por el contrario, los cascos con electrodos que cubren por completo la cabeza del paciente sin cirugía recogían una señal menos nítida.
Ahora, un equipo internacional liderado por investigadores de la Universidad de Jaén ha desarrollado un sistema no invasivo mucho más preciso y orientado a la domótica. El gran problema de los cascos de electrodos externos es que la señal obtenida llega muy contaminada por interferencias procedentes tanto del propio casco como del entorno. Pues bien, el grupo Sistemas Inteligentes Basados en Análisis de Decisión Difusos (SINBAD) de la Universidad de Jaén, junto con la de Ingeniería y Tecnología de Lima, la de Essex en Reino Unido y la de Nantong en China, han incorporado dos arquitecturas basadas en Inteligencia Artificial: el aprendizaje profundo y la lógica difusa, que reducen el ruido y aumentan la precisión del sistema.
El aprendizaje profundo, por un lado, imita las características estructurales del sistema nervioso donde se encuentran áreas del cerebro especializadas en tareas como el lenguaje o el reconocimiento facial. La máquina permite aprender mediante redes neuronales especializadas en detectar ciertas características ocultas de los datos. Por su parte, la lógica difusa ayuda a la red neuronal a aprender de esos patrones, pero omitiendo el ruido. Una vez que se han obtenido las señales “depuradas”, éstas se transforman en órdenes operativas como encender un interruptor, bajar una persiana o controlar el funcionamiento de un electrodoméstico. De hecho, uno de los usos que se persiguen con este tipo de desarrollos es el desarrollo de la domótica adaptada a personas con discapacidad.
Las pruebas de este modelo se llevaron a cabo con seis sujetos sanos y tres que habían sufrido un accidente cerebrovascular. A todos ellos se les colocó un casco de electrodos. La fiabilidad obtenida gracias a esta tecnología llegó al 98,6% en un entorno natural (no de laboratorio), lo que significa un avance sin precedentes en la precisión de interfaces cerebro-ordenador no invasivos.
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