La Ley del Clima Europea nos compromete a alcanzar la neutralidad climática en 2050. Es decir, reducir las emisiones de dióxido de carbono hasta detener el cambio climático, que se produce como consecuencia de ese exceso de emisiones. Un reto nada fácil que va en sintonía con otros acuerdos internacionales previos como el Protocolo de Kioto o el Acuerdo de París.
La capacidad de los países para lograr estos objetivos pasa por el desarrollo de energías alternativas limpias que nos permitan seguir viviendo sin renunciar a los avances de la civilización. De hecho, reducir las emisiones no implica reducir el bienestar, sino cambiar la manera en que se logra, según afirma el experto en cambio climático Claudio Forner.
Con ese desafío presente y un horizonte tan cercano para superarlo, avanzar en la investigación de nuevas formas de energía es vital. Una de las soluciones que más fuerza están cobrando, sobre todo para el transporte, pero también para otras aplicaciones, es el uso de biocombustibles. Su ventaja principal es que se consiguen a partir de recursos naturales o residuos y, a diferencia de los combustibles fósiles, apenas contaminan.
Además, su rendimiento en motores de combustión es muy similar al del gasóleo o la gasolina, con la ventaja añadida de que no precisa cambios importantes en la configuración de los vehículos ni en las infraestructuras de suministro. Esto implica una prórroga en la vida útil de los coches en circulación que, además de un ahorro para los usuarios, también es un factor de sostenibilidad.
Las desventajas de los biocombustibles frente a otras energías renovables son, por un lado, su escasa repercusión a día de hoy y que, aun siendo muy eficientes y sostenibles, sí producen ciertas emisiones. Esto se compensa con la llegada de los biocombustibles de segunda generación que, al proceder de biomasa forestal, aceites domésticos usados, desechos agrícolas y otros residuos orgánicos, favorecen la economía circular.
Los biocombustibles de primera generación son los derivados de cultivos agrícolas, como remolacha o caña de azúcar; de cereales, como el maíz o el trigo; y de aceites vegetales, como el de palma. Al obtenerse a partir de materias primas aptas para el consumo humano, estos biocombustibles de primera generación tienden a ser reemplazados por los de segunda y los de tercera, que son los derivados de algas o plantas acuáticas que contienen aceites.
También existe una cuarta generación de biocombustibles, aún no comercializada, que mejoran la captación de dióxido de carbono y se obtienen a partir de microorganismos modificados genéticamente. A partir de este tipo de biocombustibles se puede obtener biohidrógeno.
Por su estado, los biocombustibles pueden ser sólidos (biomasa sólida), líquidos (biodiésel y bioalcoholes) o gaseosos (biogás y biohidrógeno). El biodiésel, procedente de grasas animales o aceites vegetales, tiene unas aplicaciones y características muy similares al gasóleo. De hecho, las moléculas de biodiésel y gasóleo son prácticamente idénticas.
Los bioalcoholes se obtienen a partir de la fermentación de almidón o azúcar y destacan el bioetanol y el biometanol. Sus usos son muy variados, desde oxigenadores de gasolina, bactericidas en alcoholes de uso farmacéutico, disolventes en cosmética, ingrediente en compuestos de perfumería o combustible para encender chimeneas ecológicas.
Del biogás, por su parte, se puede conseguir un rendimiento muy similar al del gas natural y el biopropano, procedente de desechos orgánicos y aceites vegetales, tiene las mismas características que el gas propano, pero es un 80% más sostenible en su producción y rendimiento.
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